Me desperté por el sonido tronador de mi extraña melodía del móvil que indicaba que tenía un nuevo WhatsApp. Me estiré con desgana aún tumbada en la cama y busqué a tientas mi móvil en la mesilla de noche. Una vez encontrado, retiré el cargador y me sumergí en el mundo de los mensajes y archivos adjuntos que tanto me vicia. Mi hermana, dormida en la cama de al lado, se removía entre las sábanas rosa chicle. No podía encender la luz, sino la despertaría. Me quedé en la cama hablando con mis amigas, dibujando emoticonos en las pantallas de mis receptoras, y alegando ideas. Allí, en la más suma oscuridad exceptuando la pantalla de mi móvil con el tono de luz a tope, empecé a pensar que podrían estar haciendo mis amigas, donde estarían, con quien. Aunque estuvieran hablando conmigo. Me sentí una extraña allí, en mi habitación, con mi hermana pero sola, con un móvil en la mano y mis ojos recorriendo cada palabra de los cortos mensajes. Viciada a aquel mundo de WhatsApps sin fin, decidí parar. No quería transformarme en una más que viven su vida a través de los móviles. Recordad, Internet no lo es todo. Es como el amor: te vicia hasta que alguno se cansa.
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